Una tarde caía, como cualquier
otra en un martes de 1991, de manera lenta, llena de un cielo amarillo que se
tornaba naranja a medida que el día moría al igual que ella. Era una alfombra
naranja de fondo, con entrada a un sepulcro que se había dado por adelantado.
No moría en una agonía, sino de una manera que no preveía, pero que en el fondo
anhelaba a sus cortos ocho años de edad. No le pesaba pensar en el llanto de su
mamá, ni en la posible despreocupación de su papá al verla muerta. No le pesaba
la idea de estar sola en su cuarto, montada sobre los tacones de charol de su
mamá, aquellos que solía ponerse cuando se quedaba sola en su cuarto. Pensaba
una y otra vez en sus amiguitos, en quienes la conocían y por lo menos sabían
su nombre.
Las paredes azules del cuarto de
sus papás, mientras se miraba al espejo buscando apretar el collar que se ponía
para verse un poco mayor al momento de suicidarse. Sus manos eran frágiles y
delicadas, pero lo suficientemente fuertes como para matar a su gato hace
quince días, aquel que necesitaba ver morir para sentirse más triste aún: a
falta de motivos se fabrican.
Le pesaba la vida a su corta
edad, el viento atravesaba su rubio pelo como navajas que le cercenaban una y
otra vez su voluntad, esa pequeña voluntad que tempranamente empezaba a
despertarse, para al tiempo poder morir. El vacío era aquel espacio en el cual
buscaba existir, sentía que cada vez que jugaba a dejar de respirar era un leve
ensayo sobre estar muerta.
Quería estar muerta, podía estar
muerta y debía estar muerta. No entendía la vida, pero sí la muerte, pensaba en
ser perdonada por ese señor de barba que se había llevado a su hermanito a los
quince días de haber nacido. Para querer la muerte no hace falta despreciar la
vida, pueden coexistir sin mayor conflicto.
La altura de los tacones de la
mamá no le daba la suficiente altura para buscar la ventana de aquel décimo
piso. Buscó afanosamente aquel taburete donde solía ver a su mamá maquillarse
en frente al espejo, aquellas veces en que la mamá disimulaba sus ojos cansados
de tanto llorar y de sufrir.
Con los nervios de una travesura
previa, se puso aquel vestido de terciopelo que tanto le gustaba de su mamá,
con las manos temblorosas se puso un poco de labial rojo, tal vez para
disimular la sangre que pronto saldría de su boca, se paró sobre la ventana y
solo pensó: allá voy, hermanito.
1982 – 1991.