Sentado en la arena de una playa,
la cual quedaba a pocos metros de mi casa. Casi a la vuelta en ese momento, a
una hora cuando estoy despierto. Llego y una pelinegra me recibe con cariño,
como si me conociera de toda la vida. La casa se parecía a una que conocí de
niño, aunque no sé si eso también fue soñado y estaría recordando sueños dentro
del sueño. El ambiente era antiguo en esa casa, un televisor con base de
madera, las antiguas botellas de gaseosas y por la ventana, ese infinito mar. Podría
jurar que eran las tres de la tarde en ese instante del sueño, no tenía reloj,
pero así lo quise vivir.
Veía al sol de frente, no me
fastidiaban sus rayos. Lo veía moverse de un lado a otro, como una pelota de
hule rebotada en una habitación encerrada. Era el cielo una cosa pequeña ante
la inmensidad del mar, tenía paredes, el sol rebotaba una y otra vez. Como si Poseidón
saliera del mar a patear un balón, como un niño pequeño y solitario, tal como
cualquier Dios en su soledad omnipotente. El sol era un juguete más en el espacio, el
cielo era un cuarto de dos metros por dos, pero albergaba todo el mar. Siempre inmenso,
mientras mojaba al sol hasta volverlo una luna que se escondía a lo lejos en el
mar. Tal vez Poseidón se cansaba y creaba un sol cada día.
Un mar cristalino en una arena
verdosa, no me daban ganas de fumar, me sentía absorbido en el vicio sideral de
ver un cielo reducido, un sol como un balón y un agua que destilaba caminos
hacía la nada. El mar no era el final, era apenas el inicio. Aquel inicio que
dentro de ese lugar recóndito recordaba vivir en la tierra, de sentir siempre
lo mismo al ver el mar, sus olas. Mi imaginación sabe lo mucho que odio un mar
calmado, sabe que en la realidad amo la sensación que cualquier ola me pueda
llegar arrastrar y ver la rutinaria tierra como un paraíso anhelado.
Visito un anciano al que le falta
una pierna y se muestra feliz con mi
visita. Era un barrio de calles sin pavimentar, de restaurantes callejeros, de
esperanzas arrastradas en llantas de bicicleta. De lomas que se recorrían a
pie, viendo un cielo lleno de colores, con varios planetas, estrellas que dibujaban
símbolos de la cultura popular. Como un aquellos laser con motivos en los 90s.
Veo una luna desmoronarse, como
si se deshiciera de unas capas de maquillaje nebuloso que la adorna por las
noches. Dejando a su paso una estela de colores, de pequeñas estrellas que llovían
a lo lejos. Que se desprendían de la luna a su paso, porque también estaba
juguetona como aquel sol en ese mar, siempre mirando hacia arriba, esperando una
respuesta a una pregunta sin respuesta, como viendo una respuesta a una
pregunta nunca hecha.
Me despido del anciano y empiezo
a caminar ese barrio, se parecía aquellos que conocí en otras épocas. Hasta que
llego a una loma y la mitad de esa luna que se desmoronaba en el cielo caía en
una gran ciudad, llena de rascacielos, que estaba tan solo separada por un
riachuelo lleno de gasolina que daba ese efecto multicolor. La luna se seguía
desmoronando, jugando en un cielo igual de pequeño. La eternidad era un pequeño
espacio, la inmensidad era juego de dioses y la realidad un sueño.
Hasta que desperté y la realidad
no ofrece otra cosa más que esperar la noche para volver a soñar.
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