Las mañanas para Sofía suponen un constante
sufrimiento, antes de querer levantarse quiere matarse. Vive su vida a la
desesperada, yendo de corazón en corazón, queriendo ser la salvadora a cambio
de dejarse ahogar en medio de sentimientos carnales. Se muere lentamente,
siente que sus deseos están diseñados para la soledad, aspirando siempre a ser
la sombra de sus amantes, de aquellas personas que temporalmente le roban solo
el sueño y el hambre.
Ella
pretende siempre callar las voces de su cabeza con un sonoro disparo, llevando
el silencio a su alma, y el grito a sus amantes, pero gritos vacíos, de
sensaciones pasajeras mientras encuentran, con gran facilidad, un reemplazo
para Sofía. La boca de Sofía no es la misma de siempre, aquel carmesí natural
de su boca palidece, y sus ojos rayados han cobrado un color uniforme, despojando
de aquella cualidad camaleónica que tiene su mirar. Siempre piensa en ese
disparo, de aquel dolor milimétrico en tiempo pero extenso en eternidad, teme
quedarse presa en el sonido del disparo mientras su oído aún puede oír a lo
lejos un lamento hipócrita.
No sueña
con besos, con amaneceres u ocasos, sus días son una interminable lucha con los
segundos del reloj, de cual es más doloroso que otro, sin esperar tiempos
felices o efímeras dichas. Pero no mostraba tristeza más allá de su boca y sus
ojos, sus palabras muestran otra cosa, un optimismo inusitado, una alegría desbordante,
pero no es culpa de Sofía de estar rodeada de autómatas, que solo viven de
palabras y no de actos, de expresiones, de tristezas. Siempre llena de amor
pero vacía en sentimientos, pretende creer que ser amada implica sentir y que
sentir solamente implica ya amar como tal, ella y sus equivocaciones.
Sus fantasías
se encontraban presas en un espejo, del sonido de los zapatos de mamá que con
cadencia caminaba en su niñez, de aquel jugueteo con los labiales le impregno
ese carmesí del cual alguna vez pudo presumir. Dejaba pasar miradas penetrantes
a su belleza, se hacía la indiferente cuando por dentro nada más la hacía
sentir feliz, poder ser la dueña de atenciones, ya fueran de conocidos o
desconocidos que se asombraban por su delicada figura y mirada pasajera.
Aquel sueño
de ser sepultada en el mar, con un ataúd lo suficientemente pesado para que
hundiera a lo profundo del mar, aquel sitio que la relajaba, del cual dice es
su cerebro y cada ola se constituye en una neurona que la hace pensar. Moría
lentamente, cada cigarrillo se apostaba como u juego suicida a largo plazo, le
teme más a un solo disparo que a una larga agonía en soledad.
Quiere
morirse, puede morirse, confunde la noche con la mañana, la mañana con el
atardecer, solo ve a través de la ventana empañada de su vida. Sale afanosa a
buscar aquel viejo revolver, esperando muy remotamente que se encasquille y el
disparo no salga, las voces de su cabeza se vuelven en sinfonía de gritos, en
una tragicomedia de amores y odios lejanos.
Resuelve disparando
el arma, un estruendo hace eco en la habitación, una tenue línea de sangre
aparece de una pared que guardaba celosamente todas las lágrimas de Sofía, llevándolas
a un estado de vida, de voces, asesinando a aquella pared en la cual se
lamentaba siempre, era quien le hablaba, palabras de ladrillo que fueron
silenciadas al tirar del gatillo.
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