jueves, 14 de marzo de 2013

Jueves.


De un año cualquiera, de un mes cualquiera. Él solo la sentía viva un jueves. Aquel jueves en que se fue de su vida, en que nunca más volvería a verla. Pero el jueves en que empezó a amarla toda la vida, que ni la fuerza de la violencia pudo arrancársela de su alma, sino que sembró una semilla de amor eterno en cada suspiro de jueves.

Fue el día de la despedida sin decirse adiós, sino un hasta pronto. Pensando en que por la tarde volvería esa mirada, esa calidez, esa compañía que sintió llegar a su vida. Que nunca pensó perder de esa manera, pero que nadie más se la iba a volver a quitar, al menos por segunda vez. La sentía eterna volviendo una y otra vez a sus recuerdos, su tiempo se detuvo, solo avanzaba el tiempo de la rutina, trabajo-casa-trabajo, en el amor todo se había congelado. Sentía como si apenas la fuera a conocer, sabía que pronto volvería a verla. En el olvido, en la muerte, en el recuerdo de sus semejantes al ver la manera en que se amaron.

Su dolor se volvió en ansia por querer verla, sentía que podía volver a sentir esa primera vez en que esos ojos lo eclipsaron, en que todo en su vida cambió, en que ya nada iba a ser igual. Aquella que le mostró un mundo aparte, en la que los errores no dolían, sino que se arreglaban,  no que nunca hubiese fallos, sino que siempre se encontraban. En sus errores, en sus aciertos, eran él y ella, los dos.

Cada jueves era de nuevo verla morir, sentir que nada podía hacer. Sentir que la muerte le ganaba al amor, pero no. Porque si la muerte es no ser, ya se le ganó una vez, el día en que se nació. Pero esta vez no era nacer, era morir, era nunca más poder sentir su abrazo en las mañanas, era nunca más ser recibido por ella por la noche. Era la eternidad en vida, de aquel tiempo que solo se detuvo en el amor y que la muerte solo hizo correr de manera rápida para querer volverla a ver.

Le hubiese sido mejor haberse vuelto loco, que en el delirio pudiera verla siempre, hablar con ella, tocarla, hacerle el amor, así estuviera atado a una camisa de fuerzas en medio de paredes blancas. Ese hubiese sido su sueño, lo que esperaría que le hubiese pasado. Pero no, seguía en su realidad, en su contacto con aquello que se cree es real, alejado de la locura. Se sentía preso de la realidad, no le importaba ser tomado por normal, por cuerdo, porque su cordura se la llevó ella a la tumba, en aquella lapida reposaba la mejor versión de él mismo. Lo que era con ella, no estaba con dos caras, sino que con ella era lo mejor. Solo con ella.

El tiempo se le iba, su pelo se tornaba canoso, las arrugas en su cara parecían carreteras que poco a poco la llevaban a ella, a poder volver a verla. A vivir en los recuerdos, en el olvido, pero sin dolor. Ellos dos, venciendo la muerte, el dolor, haciendo triunfar el amor.

Aquel jueves, aquella mañana, en que se iba para siempre en su cuerpo, en que no hubo último beso, sino que siempre se recordaba el primero. Escondido en medio de las cenizas, se volvían a ver, formándose dos estrellas que distantes se iluminaban entre sí.

El amor triunfó, la muerte solo le ganó durante pocos años. 

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